Ojos de otoño

Por Angélica Cardozo Cadavid

Te conocí en un sueño. Y es tal vez una de las experiencias más extrañas que he vivido. Yo volaba en un dragón enorme que me hablaba con una voz familiar. Lo abrazaba y él me elevaba por el cielo. Cuando me desperté, no pude reconocer de quién era esa voz ni por qué me parecía tan cercano ese dragón. No tenía con nadie la relación que tenía con él.

Ese sueño cobró sentido unos años después, cuando te conocí. Tenías dos meses, cara de oso, cuerpo de lobo, patas de conejo y pelo de pollito. Querías meterte en la nevera porque era verano, y todo el camino hasta nuestra casa estuviste temblando de miedo con la cabeza metida entre mis piernas. Un segundo después de haber llegado, te convertiste en nuestra familia y poco a poco nos volviste tu manada. Jugar contigo todos los días se convirtió en nuestra actividad favorita. Caminar juntos era un plan perfecto, y a veces sólo tenerte a nuestro lado mientras veíamos una película hacia la vida maravillosa. Como si supiéramos que el tiempo era corto, descubrimos montañas y bosques de varios países juntos. Nadamos en en lago y en el mar, corrimos en la playa, en la nieve, en el campo y en cuanto parque se nos cruzaba.

No tardamos en darnos cuenta de que eras un ser mágico con ojos de otoño y yo no tardé en reconocer a mi dragón con el que logré tener una relación única y un amor que no se parece a ningún otro. Te volviste enorme y con aspecto feroz pero tu nobleza parecía sacada de un cuento. Jugabas con perros del tamaño de tu pata con una delicadeza que sorprendía a cualquiera. Eras protector, inteligente, tierno y particularmente sensible. Tu alfabeto estaba hecho de llantos pequeñitos y suspiros interminables.

Aprendiste lo que fuera necesario para sobrevivir con tu enfermedad. Tus ganas de seguir parecían no acabarse y siempre volvías más fuerte. Lanzabas la pelota con la boca para avisarnos que tu energía estaba de vuelta y que no había tiempo que perder. Pero bueno, siempre estuviste sincronizado con esta época del año. Mientras a los árboles se les caían las hojas, tú mudabas de pelo. Y al final de este otoño, decidiste que era tiempo de irte. Con tu voz de dragón nos dejaste saber que querías descansar y con el amor de verdad, que es el que no amarra, te despedimos mientras acariciamos tu pelo de pollito y te dimos las gracias por habernos hecho tu familia del bosque.

Me hiciste más valiente, más aventurera y me llevaste a ver la vida con ojos nuevos. Me enseñaste que se puede saber la hora por el olor de la tarde y que un buen día se caracteriza por las horas que se pasaron jugando. Me hiciste sentir amada todas las mañanas que celebraste histérico el hecho de levantarme y saludarte.

Afuera hay tormenta y el viento sopla tan parecido a una manada aullando tu nombre que casi siento que el planeta entero lamenta tu partida. Éste era un lugar más lindo contigo, mi Kuma. Nosotros, que amamos las estrellas, sabemos que tú fuiste una fugaz; un fenómeno luminoso que tuvimos la fortuna de presenciar. Aquí se quedan tu frisbee, tu pelota, tu león y tu manada incompleta con el corazón roto pero feliz de haber tenido el privilegio de caminar contigo.

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