Un buen perro

Por Angélica Cardozo Cadavid

Mi perro tiene un amigo imaginario. Juega con un perro que no existe desde hace unos días. Lo persigue en el jardín, se revuelca con él en la tierra y hasta finge que lucha con él por sus juguetes. Cuando come, a veces gruñe para espantarlo y le deja un espacio en su cama cuando se va a dormir. No sé si sea un delirio de su vejez, pero gracias a su amigo imaginario ha recuperado algo de energía y ha vuelto a hacer cosas de cachorro. Salta como conejo en los charcos y se roba mis medias de la canasta de la ropa sucia. Destroza el papel higiénico, duerme en posición de zarigüeya desmayada y se escapa cuando quiero ponerle la correa. 

Hoy pasa algo extraño. Me levanto de la cama y no me hace fiesta. Tampoco viene a buscar su desayuno. Se queda en la esquina del jardín con la mirada aguada y la cola resignada.

Siempre supe que por más tarde que se fuera, sería demasiado pronto para mí. Y hoy es ese día. Su veterinaria dice que es el momento; hay que dejarlo ir en paz. Es demasiado viejo para resistir una operación. Mi perro se va mientras yo le digo que es un buen perro y le acaricio las orejas con dulzura. 

De vuelta en la que siempre fue su casa, me acuesto con el alma rota. Es entonces cuando su amigo imaginario se sube en mi cama y recuesta su hocico en mis piernas. Entiendo que mi perro lo inventó para no dejarme sola y poder irse con la tranquilidad de que su amigo va a cuidar de mí. Así era él. No podía esperar menos de un buen perro.

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