Iván Duque, el hombre que no escuchó el llamado de la historia

Por Betty Cadavid

Está por terminar uno de los gobiernos más nefastos de la historia reciente de Colombia, frente al cual resulta difícil encontrar un calificativo que abarque en una sola palabra tanta contradicción. Un gobierno tan implacable como blando, tan corrosivo como inocuo, tan cruel como ridículo, tan criticado como indigno de mención.

El infantilismo de Duque siempre contrastó con su malevolencia, así como el tamaño desmesurado de su ego, con su menesterosa autoestima. Del mismo modo que su discurso plagado de grandilocuencias tuvo poco que ver con la indigencia de sus acciones. Uno se sigue preguntando cómo un hombre tan intrascendente pudo haber causado tanto daño en sólo cuatro años.

Pero el tema aquí va más allá de que, tras más de una docena de adjetivos, la descripción de la gestión del presidente saliente continúe siendo tan imprecisa y, que, incluso el término “gestión” suena excesivamente majestuoso para denominar la administración que declina… Y lo raro no es que decline al final…así fue desde el principio.

El punto es que Iván Duque pudo haber pasado a la historia y haberse erigido para siempre como el presidente que logró consolidar la paz, sin mencionar que pudo haberlo hecho en un momento en el que todo le estuvo servido. Ése era el llamado de la historia. La oportunidad de oro que tuvo y desperdició.

Terminaban de firmarse los acuerdos de La Habana en medio de un país polarizado por el odio, legítimo en muchos casos, irracional en otros, pero en todo caso, inoficioso; También por causa de las mentiras fabricadas por los amos de la guerra, los que se han lucrado doscientos años de la muerte, los de la “derecha”, más bien torcida de tanta infamia. 

Unos acuerdos insuficientes e imperfectos, que, no obstante, merecieron el aplauso de la comunidad internacional, sin hablar del Premio Nobel, y que convocaron la voluntad de muchos países y organizaciones mundiales en la tarea de apoyar a Colombia, o de, al menos, dedicarle una mirada. Unos acuerdos polémicos, sí, pero que constituyeron el único peldaño que hubo en mucho tiempo para escalar desde el infierno, no hacia el paraíso, apenas hacia la normalidad, o hacia el purgatorio, para continuar con la metáfora.

Juan Manuel Santos logró la única derrota efectiva que tuvieron las Farc en toda su trayectoria, ya que los años de combates, inteligencia militar, paramilitarismo, masacres, falsos positivos, negociaciones oscuras y demás, la política de “a sangre y fuego” no lograron algo distinto a que el movimiento se hiciera más feroz y se apartara definitivamente de su revolución para caer en la ignominia total, en la corrupción y en el narcotráfico, sustituyendo las banderas de aquella quimera de la lucha social y convirtiéndose en un látigo para el pueblo al que supuestamente defendían. 

Juan Manuel y su equipo de negociadores no los vencieron en combate, no los tomaron presos, no los sometieron en el campo de guerra… les quitaron todo asomo de legitimidad, destruyeron una retórica que, mal o bien, tenía fundamento en la realidad injusta del país y los derrotaron políticamente. Lo mejor, no con las armas de ellos, de esas que mutilan cuerpos y manchan de dolor, no con las armas del ejército que también mancillan la vida y la dignidad, sino con las armas más respetables de un Estado: la Constitución, la ley y el diálogo. Juan Manuel Santos era de Uribe, pero escuchó el llamado de la historia.

El llamado de la historia es esa voz urgente que demanda la acción, el compromiso, la hazaña o la simple decisión de una transformación definitiva. No es imprescindible que se trate de una epopeya, ni siquiera tiene que ver con las buenas intenciones. Los mejores héroes han terminado siendo los peores tiranos, pero no estamos hablando del aspecto ético sino del pragmático. El mismo Uribe escuchó el llamado de la historia, si bien en su gesta transgredió sin decoro los derechos humanos.

Robespierre llevó sus principios hasta un grado de fanatismo que pasó de desencadenar la bienamada Revolución francesa hasta traicionar su propio legado, pero, sin duda, acudió al llamado de la historia. Igual que Fidel Castro, Hugo Chávez y Daniel Ortega, que en su momento representaron la reivindicación de sus pueblos y terminaron en las tragedias que todos conocemos envileciendo las causas, pero pasaron a la historia porque escucharon su llamado y entendieron que había una responsabilidad de la que no podían sustraerse.

Casos más virtuosos como los de Gandhi, Mandela, Martín Luther King, Hedy Lamarr, Clara Campoamor, Nancy Wake, y tantos otros, ilustran aquello del llamado de la historia. En otras palabras, tanto los malos como los buenos que figuran en los libros han escuchado ese llamado, y han tenido el valor, la osadía, el deseo de protagonismo, el idealismo, la rabia… lo que haya sido, para acudir.

Uno pensaría que, por definición, un político es alguien que desea atender ese llamado, al margen de que nunca se le presente la oportunidad, pero parece natural que la vida pública esté vinculada con el deseo de sobresalir, de inferir en las voluntades de los otros, de transformar, para bien o para mal. Y no se trata necesariamente de utopías carentes de interés personal, se trata también de ambición y de poder.

Duque no tenía que arriesgar su vida, ni su integridad, ni su bienestar, ni sus prebendas, ni siquiera renunciar a sus placeres. Sólo tenía que refrendar con acciones concretas y elementales el acuerdo de paz y trabajar para que se cumpliera, sin dejar de tocar guitarra y hacer cabecitas, conservando toda su puerilidad y sus ínfulas. Mantener en marcha las poleas de una máquina sin estrenar con una voluntad tan férrea y una convicción tan profunda como las que demostró para conducir el programa de televisión Prevención y Acción. Sólo tenía que querer.

Pero Duque no escuchó el llamado de la historia, ni entonces, ni cuando le estalló el país en la cara durante las marchas ciudadanas. Miró para otro lado mientras la gente le gritaba su hambre y su desesperanza, miró para otro lado frente al clamor de una juventud sin salida sumida en el desconcierto y la falta de oportunidades, miró para otro lado mientras la fuerza empresarial y laboral del país se tambaleaba, miró para otro lado mientras asesinaban líderes y lideresas sociales, miró para otro lado mientras la historia lo llamaba a gritos. Plomo en vez de pan, gas pimienta en vez de agua, cárcel en vez de escuela, burla en vez de respeto… y un silencio abrumador frente a los temas esenciales que llenó con frasecitas ridículas como “ni trizas, ni risas” como si el destino nacional fuera el Show de Don Francisco o El Domingo Gigante de Jota Mario: “La bolita, la bolita, la bolita dónde está”. Disfrazó su insipiencia de muletillas: “Voy a ser muy claro”; su cortedad de altanería: “ratas de alcantarilla”; su debilidad de contundencia: “caerá todo el peso de la ley”, y se excusó de su ineptitud y cobardía con la famosa “paz con legalidad” como si hubiera alguna clase de paz que fuera ilegal.

Calló de forma abrumadora sobre todos los temas importantes de Colombia, de Latinoamérica y del planeta; inundó de banalidades su agenda; sumió en la trivialidad las políticas de Estado, salvo cuando se trató de ahogar más a los pobres o despreciar los esfuerzos de la clase media, como con aquella reforma tributaria; se trajo al “combo” de la Sergio Arboleda para convertir la administración en una rumba de egresados… En cuanto a su resonancia internacional, sus actos más notorios fueron: mentir en 48 escenarios de 24 países extranjeros a los que viajó con comitivas numerosas e inútiles y reconocer como presidente de Venezuela a Juan Guaidó (a cuyo favor hay que decir que, él sí escuchó el llamado, aunque luego resultó ser una psicofonía).

Duque no escuchó el llamado de la historia porque es sordo, y le viene de familia (su padre fue el que se burló de las advertencias sobre la tragedia de Armero), pero también porque todo indica que padece de un trastorno disociativo que lo mantiene desconectado de la realidad, por lo que puede sacar pecho en el exterior y hablar de un país que sólo él conoce, así como jactarse de su gestión por la paz, atribuir el acercamiento entre Estados Unidos y Venezuela a su “cerco diplomático” o asegurar que podría haber resultado reelegido en las contiendas pasadas.

De no ser porque el verdadero Nerón sí pasó a la historia, diría que me lo recuerda en aquella escena de Quo Vadis tocando la lira y gimoteando mientras la Roma que mandó quemar se incendiaba.

Aunque ahora en medio de la rabia y el dolor no lo parezca, estoy segura de que Iván Duque será olvidado como gobernante y reducirá su relevancia a una anécdota siniestra que en contra de sus intenciones le abrió paso a un nuevo día. 

Un comentario en “Iván Duque, el hombre que no escuchó el llamado de la historia

  1. Muy buena columna. Queda plasmada una síntesis de un gobierno inoperante y alejado de la realidad y el semblante de un hombre vanal y ridiculo qué solo se representó así mismo y consiguió el aplauso de su mediocre y estrecho círculo de sus amigos.

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