La noche de las narices frías

Por Carolina Pineda Cadavid

Desconozco la cifra de perros y gatos abandonados en Bogotá. De hecho no sé si existe una estadística oficial, porque el abandono, no solo el animal, no es algo a lo que habitualmente tanto el Distrito como la ciudadanía le prestemos la importancia que merece. Normalizamos ver perros callejeros y los asumimos como parte del paisaje.

PeluZa es un perro callejero que, si existe tal estadística de perros y gatos abandonados, debió engrosar su número, teniendo en cuenta las condiciones de abandono y descuido en las que lo encontré. Cuando me topé con Pelu, iba en realidad tras un tipo que llevaba un gato en un costal y al que, junto a mi secuaz de aquel día, no pudimos alcanzar porque me recuperaba de una lesión de rodilla y no aguanté el trote de la persecución. Fue en ese momento en el que mientras perseguíamos al tipo del gato, PeluZa cruzó la variante vía Mosquera, una avenida gigante por la que pasan sobre todo mulas y camiones, por ser entrada y salida de la ciudad. Al encontrarlo del otro lado, le pusimos un cinturón de pantalón y lo llevamos al paso que tanto su estado como mi dolor de rodilla  permitían. 

Según la veterinaria que lo atendió, fue un evento milagroso que lograra cruzar a salvo la variante dado su tamaño (raza pequeña), pero en especial debido a la ceguera y sordera parcial por causa de una conjuntivitis y otitis en estado avanzado y a sus uñas encarnadas con forma de concha de caracol, que junto a la resequedad de los cojines de sus patas, le provocaban dolor al caminar. Además de eso, tenía la nariz despigmentada por continuas exposiciones al sol y al frío. A duras penas, ese ser andaba por la vida cuando se cruzó con la mía. Su pelo, que ahora empieza a tener el brillo de cualquier otro terrier inglés (resultó ser raza fina), tenía rastas de mugre pegajosas y colonias de pulgas que podían verse a pesar de su tupida mata de pelo que le dejaron una condición alérgica que requiere de antipulgas mensuales y baños semanales. 

Llevo un mes y quince días con Pelu, al que muy probablemente adopte una de mis primas ahora que ha finalizado su tratamiento. Durante este largo mes, Pelu tuvo una serie de controles y yo, una de fisioterapias. Ambos nos hemos recuperado casi por completo y siento que fuimos para el otro el regocijo de un amor fortuito y puro. Durante este tiempo le he enseñado rutinas, paseos de sol y lluvia, juego, marranadas, horarios de sueño, comida puntuales y ejercicio. PeluZa y yo tenemos una vida organizada, saludable y tranquila. También nos acompaña a mi compañera de casa y a mí a trabajar. Los gatos no lo quieren mucho, pero lo toleran.

Un pájaro volando sobre el agua

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Es curioso que PeluZa llegara en el momento en el que llevo a cabo el dibujo de una novela gráfica que va sobre el abandono, los perros y la infancia, entre otras cosas. Hace un par de noches, mientras yo dibujaba y él dormía, de repente empezó a entonar guturalmente un aullido lento y sentido. Cuando me giré de la mesa noté que aullaba mientras dormía, entonces, soñaba. El segundo aullido salió más agudo, largo y cargado de melancolía. Esta vez con los ojos todavía cerrados y el cuerpo tendido, hincó su cabeza al techo mientras lloraba, aullando. Decidí despertarlo con suavidad, aun así se estremeció cuando lo hice. El estremecimiento, al igual que sus aullidos, debe ser reflejo de esa otra vida en la que vivía en estado de alerta, y en la que sus días eran tristes por causa del abandono, el maltrato, el frío y la indiferencia. 

Me pregunté si a los perros, como a nosotros; ciertos eventos duros o trágicos que se piensan olvidados los buscan y persiguen en sueños. Sentí ganas de llorar y lo abracé. Mejor, me abracé a él  —su nariz estaba helada como la mía esa noche— y lo acaricié hasta que volvió a cerrar los ojos. Mientras Pelu recuperaba la calma del sueño profundo en mis brazos, yo recordaba también mis propios sueños de angustia y tristeza en distintos momentos de mi vida y en cómo habría querido aullar al cielo o a la luna mis problemas, mis dilemas, mi frustración o mi impotencia entonando un aullido agudo y largo. Y lanzar al mundo, como Pelu y cada perro, una frecuencia en clave comunicativa de pena, auxilio o melancolía.La novela en la que trabajo, que debe estar terminada en diciembre o enero, fue inspirada en un viaje de la infancia y, paradójicamente, en unos aullidos. Tiene que ver también  —y hasta ahora soy consciente de ello— con la manera en la que a veces habito el mundo: un poco a lo Pelu, a lo perro callejero. Un poco salvaje y un poco dulce, pero especialmente sobreviviente.

Viñetas de la novela gráfica

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